Por Don Aurelio
En los diarios había rumores de guerra. Para nosotros, alejados como siempre habíamos estado del ajetreo de la capital, las maniobras pre bélicas eran una novedad. Aviones que volaban sobre las casas, trenes con soldados que iban a la frontera, camiones militares atravesando ignotos caminos rurales, eran las señales de que las armas estaban a punto de hablar. Estábamos en 1978. Argentina y Chile se mostraban los dientes. Mi pueblo, ubicado a 100 km. de Mendoza capital, podía ser un blanco.
Por eso una mañana llegaron varios trabajadores en un camión a la sala de primeros auxilios. Subieron al techo y pintaron en él una enorme cruz roja dentro de un cuadrado blanco.
Mis amigos y yo, que deambulábamos en la siesta pueblerina, pudimos ver cómo los obreros completaban el símbolo y se retiraban a toda velocidad.
Recuerdo que a la noche le pregunté a mi mamá sobre esa cruz. ¿Por qué pintaron una cruz encima de la sala de primeros auxilios mamá? Para que, en caso de ataque aéreo, no arrojen ninguna bomba sobre la sala, me contestó.
Me quedé callado y desde ese día no paraba de mirar el cielo esperando la aparición de la aviación chilena.
Los aviones nunca llegaron.
La cruz sigue ahí, desteñida, como un signo de una guerra que no comenzó pero que siempre acecha.